Fue una hermosa celebración, un domingo lluvioso de
noviembre. La catedral olía a humedad, a cera y a
incienso, y un buen grupo de nobles caballeros tuvieron la
deferencia de acudir vistiendo sus jubones de fiesta sobre
sus cintos. Avanzó el obispo con pasos lentos y trabajosos
que sujetaba en la mano derecha, y sosteniéndose
asimismo
sobre mi hombro con su mano izquierda. Sabiéndome el
centro de todas las miradas, caminaba yo con falsa
humildad fijos los ojos en el suelo, sin delatar la arrogancia
que me envanecía por dentro..."
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